Un debate pendiente
El reciente fallo de la Corte Suprema que influye sobre el mundo sindical abrió la polémica sobre la representación de los trabajadores.
El reciente fallo de la Corte Suprema declarando inconstitucional el artículo 41 de la Ley de Asociaciones Profesionales abrió un debate con posiciones aparentemente irreconciliables. Por un lado se sostiene que el fallo tiende a proteger “la libertad y la autonomía sindical”, por el otro que se trata de una definición “liberal e individualista de la libertad sindical”. Ambas posiciones parten de naturalizar la injerencia del Estado en las organizaciones obreras. Más aún cuando estos debates no son nuevos ni las posturas que se cruzan novedosas, por el contrario son la consecuencia lógica de la situación creada hace más de 50 años atrás, cuando los sindicatos, a la par que expandían su influencia en la sociedad, fueran cooptados por el Estado y los trabajadores expropiados de su independencia política.
El fallo incide directamente en los organismos de base tradicionales en el movimiento obrero –comisiones internas, cuerpos de delegados, mesas de reclamos o de representantes– organismos éstos donde la relación capital/trabajo se expresa en forma más cristalina y transparente y donde no están mediadas por las cúpulas burocráticas, su relación con el Estado y los gobiernos de turno.
Los defensores de la central única y sindicato por rama tienen razón cuando señalan que ese modelo gestado a partir de la sindicalización de masas permitió conquistas sociales históricas, pero deben reconocer que esa vitalidad y esa capacidad de negociación no era atributo de las cúpulas ni de las estructuras sindicales, cada vez más burocratizadas, sino que se sustentaba en esa suerte de organización celular que constituyen los Cuerpos de Delegados y las CCII, que al decir del historiador Adolfo Gilly constituyen una verdadera “anomalía argentina”. “Esa red, ese tejido específico e instancias organizativas cuyo funcionamiento escapa a las reglamentaciones del Estado, no solo forma opinión de la clase obrera, se nutre de ella allí donde tiene su identidad profunda y diferenciada de los otros segmentos de la sociedad, se constituye en su expresión política y su formulación orgánica.”
La autonomía de estos organismos de base no surgió de la nada. Recoge antiguas tradiciones, pero se explaya desde mediados de los años ‘40 del siglo pasado y ha estado presente, como un hilo conductor en las grandes luchas obreras. Así fue en la oleada de huelgas durante el primer gobierno peronista; en los tiempos de la resistencia; en el propio Cordobazo; y aun en la creación de las 62 Organizaciones cuando todavía no tenían el aditamento de “peronistas” y sus plenarios eran con “barras”, prefigurando verdaderos congresos obreros. Fueron también el nervio motor de las Coordinadoras de Gremios en Lucha de 1975.
Pero es precisamente desde los momentos iniciales, de este fenómeno político que no tiene muchos antecedentes en el mundo, que el Estado busca limitarlo, limando sus aristas más filosas, tratando de encorsetar el conflicto de clases inevitable en toda sociedad capitalista. Que otra cosa es sino la Ley de Asociaciones Profesionales. Tal vez convenga recordar que un país con larga tradición sindical como el Uruguay no tiene este tipo de leyes que interfieren en la libre organización de los trabajadores. La sancionada en la época de Frondizi fue un reconocimiento a la estructura sindical que la “Libertadora” quiso pulverizar, pero al mismo tiempo sancionó las herramientas jurídicas para reforzar el control burocrático de las organizaciones obreras. El proyecto de Ley Mucci, que buscaba la representación de las minorías, fue rechazado por el Congreso. El viraje del alfonsinismo a un acuerdo con la burocracia sindical terminó implantando el artículo 41 ahora declarado inconstitucional.
Es demasiado evidente: cuando los trabajadores mantenían niveles de ocupación y de unidad social y la fragmentación era incipiente, el Estado intervino para limitar la elección de representantes genuinos. Ahora cuando la reestructuración del capital, los nuevos patrones de acumulación y de gestión de la fuerza de trabajo, impusieron altos niveles de fragmentación, el Estado vuelve a intervenir en sentido contrario.
La resolución de la Corte Suprema puede, según como la instrumente el gobierno, garantizar la elección de delegados no afiliados, e incluso que la CTA consiga su reclamada personería jurídica, pero al mismo tiempo puede dar lugar a que las patronales impulsen sindicatos por empresa, más amarillos que muchos de los actuales, o su contrapartida, pequeños sindicatos “rojos”. En los primeros predomina la lógica del capital, los segundos pueden llevar al aislamiento.
Pero nada de esto garantiza la democracia sindical, que es lo único que en la fragmentación actual puede aportar a la unidad social de los trabajadores. La democracia sindical se constituye a través de un conjunto de normas y criterios que el propio movimiento obrero se debe dar para regir sus actividades cotidianas y en las que nada tiene que hacer el Estado. Representación de las minorías, rotación de los dirigentes, carácter imperativo de los mandatos asamblearios, libre expresión de las diferentes corrientes internas, libre elección y revocabilidad.
Estos aspectos, constitutivos de cualquier régimen de democracia sindical, están ausentes en la gran mayoría de nuestras organizaciones sindicales, resulten inscriptas en una u otra central. Y es el verdadero debate pendiente.
* Integrante del colectivo EDI-Economistas de Izquierda.
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